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EDUCACIÓN, TRABAJO, DERECHOS Y REPRESIÓN: CUATRO FRENTES DE UNA MISMA DISPUTA

Tecnología sin justicia, recortes sin diálogo, protestas reprimidas y derechos anulados. En la Argentina de hoy, cuatro conflictos centrales expresan un mismo proyecto de país en disputa: el vaciamiento de lo público, la criminalización de la resistencia y la ofensiva contra lo colectivo.

En medio de la aceleración tecnológica, el deterioro del poder adquisitivo, la ofensiva sobre los derechos laborales y la violencia estatal, se despliegan en Argentina cuatro grandes tensiones que no pueden analizarse por separado. La irrupción de la inteligencia artificial en el sistema educativo, el vaciamiento presupuestario de las universidades, el decreto presidencial que restringe el derecho a huelga y la represión a jubilados y trabajadores de prensa frente al Congreso conforman un mapa del conflicto actual. Lejos de ser hechos aislados, son expresiones de un mismo modelo: el ajuste con represión, el mercado por sobre los derechos, el Estado como enemigo.

La transformación educativa, impulsada por la incorporación masiva de inteligencia artificial, presenta desafíos reales. Pero en el contexto actual, donde se cierran programas, se recortan fondos y se precariza la docencia, hablar de innovación sin justicia educativa es una trampa. No hay personalización del aprendizaje posible si miles de estudiantes no pueden acceder a dispositivos, conectividad o siquiera a una alimentación digna. La IA, en este escenario, corre el riesgo de convertirse en una herramienta de exclusión antes que de democratización.

A esto se suma el vaciamiento sistemático del sistema universitario. Docentes y no docentes de la UBA y de todo el país denuncian sueldos por debajo de la línea de pobreza, éxodo de profesionales y pérdida del poder adquisitivo. La universidad pública, históricamente orgullo nacional y motor de movilidad social, hoy es atacada con una crueldad que busca deslegitimarla y reducirla a servicio. Como en otros sectores, el ajuste no es sólo presupuestario: es cultural y simbólico. Se quiere destruir su función crítica, emancipadora y colectiva.

En el mismo marco se inscribe el reciente DNU presidencial que redefine qué actividades son “esenciales” o “trascendentales”, y limita severamente el ejercicio del derecho a huelga. Esta normativa, que vulnera convenios internacionales, avanza sobre conquistas históricas del movimiento obrero y busca disciplinar a través del miedo. Se pretende imponer un país donde el trabajo deje de ser un derecho y se transforme en una obediencia sin pensamiento. Una lógica patronal y autoritaria que no tolera la conciencia crítica ni la organización colectiva: “te pago para que trabajes, no para que pienses” parece ser el lema implícito del poder. En este modelo, toda interrupción de la productividad —aun cuando defienda la vida, la dignidad o el salario— es castigada como amenaza. Es la ofensiva de un Estado que, en lugar de proteger a sus trabajadores, protege al mercado de sus reclamos.

Y cuando la protesta crece, llega la represión. La escena de jubilados y trabajadores de prensa siendo golpeados, gaseados y detenidos frente al Congreso, en medio de un reclamo pacífico, condensa el núcleo autoritario del proyecto que se intenta consolidar. Un gobierno que no da quórum para debatir, pero sí ordena cargar contra los cuerpos vulnerables, los micrófonos y las cámaras, está mostrando qué lugar tiene reservado para la democracia real.

Legisladores que la semana pasada se rasgaban las vestiduras en defensa de los jubilados y prometían proteger sus derechos, prefirieron abandonar el recinto para evitar dar quórum y permitir que las demandas de ese sector quedaran sin tratamiento. Esa doble moral política no es casual ni anecdótica: es la expresión concreta de un sistema que desprestigia a la política como herramienta de cambio, pero que en los hechos prioriza la lógica del poder y el interés de las élites económicas. Son los mismos que se escudan en discursos grandilocuentes mientras legitiman políticas de ajuste, exclusión y represión. Esa actuación no solo mina la confianza ciudadana, sino que revela la verdadera función de una política vaciada de contenido y alejada de las necesidades populares.

Lo que está en juego no es sólo un modelo económico, sino el sentido mismo de lo que entendemos por país, comunidad y futuro. Por eso, frente a un poder que concentra, ajusta y reprime, la única respuesta posible es la construcción política desde abajo, con protagonismo de las y los trabajadores, estudiantes, jubilados y militantes. La calle, la escuela, la universidad, el sindicato y el barrio siguen siendo trincheras vivas de dignidad. No alcanza con resistir: hay que disputar el sentido, esto implica generar un debate cultural y político donde se redefinan los objetivos, se construyan consensos populares y se desafíen las visiones hegemónicas impuestas por el poder dominante, organizar la esperanza y reconstruir desde el subsuelo un proyecto de país justo, libre, soberano y profundamente democrático. Porque el futuro no se entrega: se construye.

La historia no se borra, la memoria no se clausura, la justicia no se negocia, la soberanía no se entrega y la apatía es la derrota que ningún pueblo puede permitirse”.

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