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Derecho al Futuro: abrigo, cuerpo y promesa en tiempos de intemperie

Axel Kicillof lanzó su nuevo espacio político, “Derecho al Futuro”, al que definió como “un movimiento de brazos abiertos”. Acompañado por intendentes de todo el territorio bonaerense, el gobernador cuestionó la gestión de Javier Milei —a quien señaló como “el único adversario”— y pidió descomprimir tensiones internas en el peronismo para reconstruir un horizonte común. A continuacion analizamos el discurso y el plenario desde la perspectiva de Multiviral

A veces, los discursos no buscan convencer. Buscan calmar. No buscan votos, buscan sostener una cuerda floja que une a los que sienten que ya no pueden más. Algo de eso hizo Axel Kicillof en el plenario del Movimiento Derecho al Futuro. En una época en que la política parece haberse vuelto un espectáculo para indignarse o reírse con memes, su palabra buscó hacer otra cosa: abrigo. No encender, sino abrigar. Y en estos tiempos, eso no es poco.

“No estamos cerrando nada, estamos largando”, dijo. Y esa frase, más que consigna, es un mapa: en un país donde cada mañana es una urgencia, hablar de largada, de inicio, es hablar de posibilidad. Porque lo que más se ha erosionado no es el salario, ni siquiera el ánimo: es la idea de que hay algo por delante. La intemperie, en estos días, no es sólo material: es emocional. La gente no sabe si va a poder seguir, no si va a poder ganar.

Por eso, el discurso no se refugió en tecnicismos ni en diagnósticos abstractos. Apeló a algo que la época intenta ridiculizar: la sensibilidad. No como gesto sentimental, sino como herramienta política. “Lo que nuestro pueblo quiere es tener un futuro mejor”, dijo, y aunque suene obvio, es profundamente político decirlo en un país donde el futuro se volvió una carga, un lujo, una amenaza. Nombrar el deseo, volverlo legítimo, ya es empezar a reconstruir algo.

El plenario tuvo cuerpo. Tuvo tiempo compartido. Gente que se vio las caras, que discutió, que respiró el mismo aire. En tiempos donde la interacción se terceriza en plataformas, verse en un espacio ya es un acto de resistencia. Frente al feed personalizado y solitario, la asamblea. Frente al sarcasmo de red, el abrazo. En vez de slogans marketineros, conversaciones. En lugar de filtros, ojeras. En lugar de like, mate compartido entre compañerxs. ¿Cómo no iba a tener otro tono el discurso?

La clave no fue “denunciar al enemigo”, sino volver a reunir un nosotros. Que estamos heridos, pero vivos. Un nosotros que no baja línea, sino que se pregunta cómo volver a mirarse sin miedo. “Nace de abajo, con todos los sectores”, dijo. Y se sintió más como una invitación que como una orden. En una época donde cada uno tiene que sobrevivir por su cuenta, volver a formar parte de algo se vuelve casi revolucionario.

Porque no alcanza con contar los daños del ajuste. Hay que entender qué sentido tiene resistir, si no se sabe para qué. Y en eso, el gobernador fue claro: el modelo actual no es sólo económico, es existencial. “No hay equilibrio si los jubilados no pueden comprar remedios”, dijo. Pero no se detuvo ahí. Habló de paciencia. Habló de amor. En un país donde la política se volvió lengua de piedra, hablar de amor no es ingenuidad: es disidencia.

Ese amor no es romanticismo. Es estar al lado del que se cayó y no le quedan fuerzas para levantarse. Es hablarle al que está solo y rabioso, y no condescenderle, sino escucharlo. Es tender una mano, no para convencer, sino para acompañar. “Tenemos una tarea y empieza hoy: sumar a todos”. Esa frase no busca sumar “likes”, busca sumar gente. Con dudas, con bronca, con contradicciones.

Cuando nombra a Milei, no lo hace desde la burla fácil ni desde el espanto fingido. Lo nombra como lo que es: síntoma. No de una ideología, sino de una época que desconfía del otro, que le tiene miedo al lazo. “Le declaró la guerra al pueblo que labura”, dice. Y esa guerra no es de tanques. Es simbólica. Es cultural. Es emocional. Es contra los vínculos. Contra las redes que cuidan. Contra la ternura.

La motosierra no es sólo una imagen. Es un método. Es cortar para que nada vuelva a unirse. Por eso advierte que “no cruce la General Paz”. No como límite geográfico, sino como metáfora: que no arrase con todo lo que todavía sostiene. La provincia, en ese contexto, no es un territorio. Es un refugio. Un lugar donde todavía se puede hacer fuerte“Un frente de la provincia para la provincia”. No como repliegue, sino como trinchera de lo común.

El discurso no ofreció nostalgia. No vendió espejitos de un pasado que nunca fue tan luminoso. Propuso otra cosa: impedir que el presente termine de devorar la idea misma de futuro. Recordar que hay otra forma de estar juntos, incluso cuando todo empuja al aislamiento. “La discusión no es un lugar en las listas, es un lugar en la historia”. Y eso, dicho así, sin alzar la voz, pesa.

Hay una decisión fuerte ahí: devolverle a la política el cuerpo. Frente al modelo de redes y virales, la política como conversación cara a cara. Frente al poder que se jacta de su crueldad, una política que cuida. Frente a la lógica de mercado, la lógica del abrigo. Decir que gobernar también es proteger, no resistir. Y hacerlo sin gritar. Sin provocar. Sin subirse al ring del escándalo.

“No hay plata”, repite Milei. Y Kicillof no lo niega. Pero pregunta: ¿para quién sí hay? “Para los bancos, sí hay”. El truco no es negar la crisis. Es mostrar quién la paga. En vez de batallas ideológicas vacías, datos concretos: se paralizó la obra pública, se perdió empleo, se frenaron viviendas. Eso no es un meme. Es vida interrumpida.

Y por eso la política necesita volver a decir palabras completas, no sólo slogans. “No es con gritos, es con ideas, con historia, con política”. En una época que desprecia lo complejo, proponer pensamiento ya es un acto de fe. Y más aún: de cuidado. No para convencer a los propios, sino para volver a hablar con los que se fueron. Con los que se cansaron. Con los que votaron con bronca.

Una de las frases que más dolió, pero también más iluminó, fue esta: “Nuestro pueblo no votó para que le saquen derechos. Votó para que no lo caguen más”. No hay juicio ahí. Hay lectura. Milei no ganó por esperanza, ganó por hartazgo. Y si no se entiende eso, no hay futuro posible. Kicillof lo entiende. No insulta. No explica desde arriba. Se acerca. Y en tiempos de distancia emocional, eso vale.

El gobernador volvió a hablar del trabajo. Pero no del empleo como estadística, sino del trabajo como sentido. “No es la bicicleta financiera, es el trabajo el que genera bienestar”. No es sólo economía: es identidad. Es volver a creer que esforzarse sirve para algo. Que hay recompensa. Que hay reconocimiento.

Y por último, volvió a proponer algo que la época había olvidado: protagonismo. “Queremos ser protagonistas, no espectadores”. En una sociedad que se ha vuelto pública pasiva de tragedias, la idea de actuar con otros, desde abajo, vuelve a ser urgente. No desde el centro del poder. Desde los márgenes, desde donde duele.

“Nosotros no nos queremos salvar solos”. Esa frase resume todo. En un mundo que convirtió la autosuperación en mantra y el individualismo en dogma, decir que el otro importa es casi una herejía. Pero también es una promesa. No una promesa electoral, sino que una promesa de humanidad.

El discurso no vendió ilusiones. Propuso una forma de volver a mirar al otro sin miedo. De volver a habitar la política sin cinismo. De volver a creer que hay algo que cuidar, algo que construir, algo que defender. No desde el optimismo vacío, sino desde el compromiso concreto de no dejar que la crueldad nos arranque también la esperanza.

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