Nuestro derecho a la diversidad comunicacional

Puesto que a diario pretenden convencernos y enseñarnos que las preciosas existencias humanas se pueden reducir a manojos de sensaciones y de vacuidades; que la vida se llena sólo con chimentos de poca monta referidos a personajes sacados de pasarelas, farándulas y otros espacios de tanto valor social como el de ésos; que una casa en la que reinan las traiciones cotidianas, las simulaciones, la miseria del lenguaje y la vagancia extremas, entre otras cuestiones tan dignas de imitar, representa la casa más importante de nosotros, los argentinos; que cualquiera puede hablar de cualquier cosa sin una mínima base, desde una ignorancia supina, para que encima se lo celebre y se lo transforme en un ídolo; que para ser alguien en estos reinos de Dios y del diablo hacen falta buena presencia, audacia, carencia de escrúpulos, porque lo demás vendrá sólo, como bien lo decía de modo paternal el protagonista de una serie dedicada a la vida de una familia argentina: mi hija será tonta, pero tiene un buen c…; que estamos todos, sin excepción alguna, representados en los números del rating, en los veintiún puntos que se atribuyen a ese infierno de casa; que los modelos sociales son aquellos asociados de manera irremediable a la fiesta permanente, a la joda, para decirlo con palabras de Showmatch; que por fuera de esos modelos no hay mucho más para mostrar en la cultura mediática dominante en los canales de aire; puesto que pretenden convencernos y enseñarnos semejantes maneras de ver el mundo y de comunicarlo, reivindicamos el derecho a la diversidad comunicacional.

Quienes venimos trabajando desde hace décadas en América Latina por la construcción de ese derecho, entendemos diversidad comunicacional como las expresiones de la vida y la cultura, en las relaciones cotidianas en el quehacer propio de cada sociedad: la educación, el arte, el esparcimiento, los espacios, los objetos, el vestido, la alimentación; en la cultura mediática, en los rituales, religiones, grupos etarios, en la cultura «culta» y la cultura popular. La diversidad comunicacional abarca desde las expresiones de cada individuo hasta las de una sociedad en su totalidad.

Todo lo señalado en el primer párrafo de este texto está dirigido, paciente, cotidianamente, a vulnerar el derecho a la diversidad comunicacional, es decir, a atacar un fundamental derecho humano. Nuestra diversidad vive a diario la acechanza de la homogeneidad, de la uniformidad, de la generalización de modos de decir, de percibir y comunicar dirigidos a reducir al máximo la trama incesante de la vida y de la cultura.

Una forma de poner en práctica el derecho a la diversidad comunicacional consiste en reflexionar sobre lo que no queremos que nos comuniquen; ejercer el derecho a que no nos comuniquen determinado tipo de mensaje. No se trata de la tontería esa que a cada rato nos dicen: usted es libre, cambie de canal, apague el televisor, sino de aclararnos, como individuos, en familias, en espacios educativos, esa demanda de no comunicación.

Presento a continuación mi ejercicio de no comunicación.

No quiero que me mientan. No quiero que pretendan hacerme creer que no sabían hasta el más mínimo detalle lo que hacen aparecer como un descubrimiento sorpresivo. Que mientan utilizando a mansalva la palabra «chicos» para aludir a los habitantes de la casa «más vista de la Argentina», cuando las edades oscilan entre los veinte y treinta años y las experiencias van mucho más allá de ese calificativo.

No quiero que me impongan modelos sociales. Ninguno. Y mucho menos los vacuos, los de seres capaces de pisar la cabeza de quien sea para trepar, los incultos, los simuladores de emociones y de afectos, los astutos, los seductores, los siempre-de-joda, los pícaros, los oportunistas, los atrevidos, los audaces, los sin escrúpulos, los miente-miente, los exhibicionistas (de cuerpo y de todo), los finge-finge, los vagos… Los y las.

No quiero que traten de convencerme de que la vida de esos personajes de pasarelas, farándulas, casas-más-vistas, es la vida real. No quiero que me vendan a diario vidas pobrísimas en capacidades expresivas, en lecturas, en conocimiento de nuestra historia y nuestra cultura, en solidaridad, en desafíos a la inteligencia, al saber; en espontaneidad, en poesía (nada más despoetizado que estos personajes), en educación, en ternura.

No quiero que me griten. No quiero que me vociferen emociones, secretos, risas, palabras triviales, insultos que ni siquiera tienen el necesario sentido de oportunidad, mentiras.

No quiero que me usen. Ni como consumidor de las mercancías que ofrecen, ni como consumidor de sus mensajes. No quiero que usen mi credulidad, mis emociones, mi sensibilidad, mi derecho a entretenerme, mi tiempo libre, mi risa, mi soledad, mi memoria, mi pensamiento, mi comunicación con otros seres humanos, mis decisiones, mi conducta.

No quiero que me incluyan en generalizaciones prendidas con alfileres. No soy parte de conclusiones sacadas de precarias galeras, como cuando un personaje se mete en un «confesionario» a decir gansadas y en un panel un intelectual «connotado» sale a explicarnos que tamaña gansada es algo que corresponde a la manera de ser de los argentinos. Me niego a ser incluido en tales generalizaciones, porque ni yo, ni millones de compatriotas, andamos por la existencia en plan de buscavidas, a la caza de algunas migajas de fama mal ganadas a costa de exhibir hasta las miserias personales.Y, por encima de todo, no quiero que me infantilicen. Somos gente grande para andar sujetos a tanta puerilización dirigida. No quiero que me expliquen lo evidente, que me suelten risas grabadas para que me ría, que reduzcan a miserias audiovisuales, ante mis ojos y mis oídos, la aventura del conocimiento y de la percepción; que me hablen con un vocabulario casi en ruinas, por lo limitado y lo mal utilizado; que intenten contagiarme sueños sin grandeza alguna.

No quiero, en fin, que pretendan hacernos creer que no hay otra comunicación posible más allá de la que ellos nos proponen. Que la variada vida se reduce a sus estereotipados modelos, que las variadas emociones se reducen a sus mentidas emociones, que la variada alegría se reduce a sus impostadas alegrías, que la infinita variedad de los cuerpos se reduce a los que ellos exhiben, que la preciosa variedad del lenguaje se reduce a sus vociferaciones.

Con estos ocho puntos propongo un ejercicio de práctica de nuestro derecho a la diversidad comunicacional. Es sólo un ejemplo que me encantaría compartir con otros. Si impulsamos nuestro derecho a disentir, a hacer valer nuestra identidad y nuestra diferencia, de a poco iremos abriendo alternativas a tanto mensaje empecinado en ofender, en humillar incluso, nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad.

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